5/2/12

Trabajadores pobres en España: los nuevos excluidos del siglo XXI

Trabajadores pobres en España: los nuevos excluidos del siglo XXI.

La exclusión social es un fenómeno antiguo. En todas las sociedades, cuando no han sido estrictamente hablando auténticas sociedades de exclusión en la que ésta estaba generalizada, ha habido una parte más o menos grande de la población que no ha participado del banquete al que todos las demás personas estaban invitadas.

Los excluidos son los que ni siquiera pueden decir que son los últimos o que disfrutan de poco, sencillamente porque no cuentan, porque ni siquiera son parte de algo, a veces, incluso formalmente hablando porque ni disponen de declaración legal alguna que los reconozca como personas.

Son, en muchas ocasiones, auténticos no seres , los que carecen hoy día de papeles o, mucho peor, los que a pesar de disponer de ellos no forman parte del abanico de relaciones sociales de todo tipo con las que los demás tejemos con mayor o menor fortuna nuestra vida personal y social.

Unas veces, los excluidos lo son porque carecen de los recursos materiales mínimos para garantizarse a sí mismos el acceso a la vida social y a los bienes de los que depende la satisfacción elemental sobre la que se hace posible la interrelación personal o grupal; otras, porque son enfermos completamente desatendidos o porque sufren discapacidades, o porque son perseguidos o literalmente dejados fuera de todo por su raza o por sus creencias o ideas de cualquier tipo.

En todos los casos, porque nada se hace para integrarlos o porque, si se hace, no se logra que se incluyan efectivamente en la vida social.



Desigualdad y exclusión en el capitalismo.

Ni siquiera las sociedades modernas más avanzadas han podido desterrar por completo este fenómeno y hoy día los excluidos, los que no solo carecen de todo sino que además están fuera de la posibilidad de acceder al reparto, son cientos de millones en todo el planeta.

¿Qué son, si no, los 854 millones de “personas hambrientas” que según la FAO hay en el mundo, los 45 millones de refugiados que van de un sitio a otro sin destino, los 300 o 400 millones de niños “invisibles”, en palabras de UNICEF, que no tienen “acceso adecuado a la educación, a las vacunas que pudieran salvarles la vida, o a los más mínimos programas de protección”, o qué son los casi 500 millones de personas de todo el mundo que la OIT calcula que no reciben más de un dólar diario de ingreso, o incluso los 1.300 millones que no llegan a los dos dólares?.

El capitalismo es un sistema económico intrínsecamente desigualador y, por tanto, generador de pobreza.

No puede ser de otra manera porque está basado en la universalización de las relaciones de mercado y éste es un simple mecanismo de intercambio que funciona a partir de la desigual dotación original de recursos con que los diferentes seres humanos lo hemos de utilizar para tratar de satisfacer nuestras necesidades.

Y al actuar sobre esa desigualdad inicial sin ninguna capacidad redistributiva, la reproduce e incluso produce otras desigualdades añadidas de mayor envergadura.

Sin embargo, lo cierto es que, con independencia de ese carácter desigualador, el capitalismo ha podido generar una notable inclusión social gracias a que este sistema económico puede convivir, en mayor o menor medida según la correlación de fuerzas sociales que haya en cada momento, con un factor que puede servir de contención de esas desigualdades: la presencia de normas y poderes públicos, exógenos al mercado, con capacidad para modificar la distribución de la renta originalmente surgida de las relaciones de intercambio que allí se llevan a cabo.

Gracias a ello ha habido épocas o países en los que se ha podido reducir la desigualdad incluso en niveles muy considerables, como puede ser el caso, hoy día, de algunas naciones del norte de Europa.

Por otro lado, en el capitalismo también hay un elemento que, a pesar de que es la expresión paradigmática de la asimetría social que lleva consigo, puede ser un importante factor de inclusión para los que inicialmente no tienen nada en la vida social.

Me refiero a la relación salarial que, por muy esclava que pueda ser, constituye al fin y al cabo un vínculo entre los trabajadores y el sistema social que ha permitido durante muchos años que la incorporación de los trabajadores en el mercado de trabajo haya sido una garantía bastante efectiva para evitar su exclusión de la vida social.

De hecho, ha sido fuera de la relación salarial donde tradicionalmente se ha producido el gran vacío.

Quienes no disponían de salario eran los que principalmente corrían el riesgo de quedar marginados y excluidos porque, como decía la economista británica Joan Robinson, en el capitalismo hay algo peor aún que ser explotado por un capitalista: no ser explotado por nadie.

El empleo de grandes masas de trabajadores a cambio del salario ha sido, efectivamente, un poderoso mecanismo de inclusión en el capitalismo.

Facilitada por una mínima formación previa (que ya de por sí proporcionaba recursos humanos que hacían posible la movilidad y la participación en la vida social), la incorporación a los mercados de trabajo abría sin mucha dificultad las puertas al disfrute de un salario que permitía acceder a otros bienes como la vivienda, o disponer de ingresos suficientes para crear la familia que a su vez servía de puente hacia la integración y la socialización que procuraban estabilidad personal y colectiva y bienestar, más o menos amplio pero siempre dentro del conjunto de las redes sociales.

Así fue ocurriendo en la etapa del Estado del Bienestar, en los “años gloriosos” del capitalismo en los que la coincidencia de factores muy diversos propició un alto ritmo de crecimiento económico, pleno empleo, salarios suficientes y una amplia presencia del sector público en las economías que, entre otras cosas, servía para proporcionar bienes públicos como la educación, la salud o la protección social, presente o diferida a través de las pensiones, a millones de trabajadores.

Suele calificarse a este estado de cosas como el régimen fordista de producción y consumo porque combinaba una pauta productiva orientada a la producción en masa con otra de consumo generalizado que era posible gracias a un régimen salarial generoso, soportado en las continuas ganancias de productividad que se podían alcanzar aplicando la tecnología intensivista del capitalismo industrial.

Es verdad que ni siquiera bajo el Estado de Bienestar se logró que las desigualdades sociales desaparecieran (como es inevitable que ocurra en las economías de mercado) o que dejaran de existir franjas de población marginada, pero también es cierto que, bajo ese régimen de salarios suficientes para hacer posible el consumo de masas, el mercado de trabajo actuó como un potente mecanismo de inclusión; y que ello, unido a la amplia presencia del sector público, permitía lograr resultados relativamente positivos en materia de lucha contra la exclusión social, naturalmente diversos en función del propio alcance del Estado de Bienestar, del nivel salarial y de empleo, y del gasto público social.

El final de los “años gloriosos”: el neoliberalismo

Hoy día, sin embargo, esta situación está cambiando. Por un lado, el capitalismo de nuestra época ha mostrado una paradoja que ya había puesto sobre la mesa hace años el economista polaco Michael Kalecki. Aunque se trata de un sistema que se soporta y se nutre de la generación del beneficio, que será tanto más elevado cuanto mayor y más extendido sea el vínculo salarial, resulta que por razones políticas relativas a la correlación de fuerzas entre empresarios y trabajadores no siempre está interesado en lograr la máxima creación posible de empleo.

Cuando se produjo la crisis económica y social de los años sesenta y setenta, los diferentes grupos sociales respondieron tratando de alcanzar soluciones próximas a sus respectivos intereses.

El conflicto produjo un gran desorden económico. La tensión social provocó grandes subidas de precios; la saturación de los mercados y la disminución de la demanda hacía que la producción no se vendiese; la tecnología orientada a la producción en masa resultaba entonces inadecuada; el endeudamiento generalizado provocaba crisis financieras...

Todo ello, unido a las continuas reivindicaciones laborales de los trabajadores, mermaba el beneficio empresarial y eso incentivó la búsqueda de soluciones drásticas que culminaron con la puesta en marcha del proyecto neoliberal.

Un proyecto económico, político e ideológico que comenzó a experimentarse en países de la periferia mediante gobiernos dictatoriales permanentemente asesorados por los economistas de las universidades norteamericanas más conservadoras y liberales y que poco a poco fue generalizándose a todos los países del orbe.

La respuesta neoliberal no fue sino la que buscaban las grandes corporaciones industriales y financieras para recuperar el beneficio y, en general, su posición de privilegio, y para ello se llevó a cabo en torno a tres grandes y complementarias estrategias.

La primera fue una gran reconversión tecnológica orientada a incorporar las nuevas tecnologías de la información que hicieran posible producir nuevos productos y de una manera más flexible y menos costosa, sobre todo, en cuanto al trabajo.

De esa manera se abrirían nuevos mercados y se podría producir con mayor libertad y con menores costes.

La segunda estrategia consistió en un cambio radical de la regulación de la actividad económica, modificando las normas, los marcos de actuación y la política económica en particular, sobre todo, con el fin de proporcionar la mayor libertad posible a los capitales.

Así, se liberalizaron los mercados y el conjunto de la actividad económica eliminando todo tipo de restricciones para la búsqueda de la rentabilidad, se impusieron nuevas normas laborales y se reorientó la intervención del Estado disminuyendo su alcance sobre el bienestar social y destinando sus recursos preferentemente hacia el mercado.

Finalmente, el neoliberalismo se basó en una potente estrategia de modificación de los valores sociales, de las fuentes de legitimación social, de las formas de socialización y de los impulsos éticos de la vida social y económica.

En ese contexto y entre los cambios más relevantes que se produjeron en el ámbito de la política económica hay que destacar uno principal para poder explicar lo que viene pasando en las relaciones laborales de los últimos años y por qué los mercados de trabajo se han convertido en fuentes de empobrecimiento e incluso de exclusión social.

Me refiero a que con el neoliberalismo se estableció que la inflación era el principal problema económico y que, por tanto, la política económica debía centrarse preferentemente en conseguir la estabilidad de los precios y no en combatir el paro, la desigualdad o los demás desequilibrios económicos que hasta ese momento se habían venido considerando como los problemas que, conjuntamente, debía abordar.

Al mismo tiempo que se establecía este nuevo principio de actuación, los economistas y políticos ortodoxos y neoliberales señalaban que la subida de precios que ahora había que combatir con prioridad se debía a dos factores principales: la excesiva circulación de dinero y la presión que las demandas salariales realizan sobre los costes de las empresas que obligaban a subir los precios.

En consecuencia, para hacer frente a esas dos causas de la inflación proponían dos tipos de medidas.

Por un lado, subir los tipos de interés, es decir, el precio del dinero.

De esta forma (al encarecerlos) se conseguiría que circularan menos recursos medios de pago y, además, que los poseedores de dinero estuvieran más interesados en ahorrarlos (puesto que el ahorro será mejor retribuido al subir los tipos de interés) y, por tanto, que consumieran menos.

Así se produciría una disminución del dinero en circulación que, según la hipótesis de partida, contribuirá a que bajaran los precios.

Por otro lado, al controlar los salarios las empresas no tendrán la presión sobre los costes y no se verían obligadas a trasladar esa subida de salarios a los precios.

Salarios y beneficios en el neoliberalismo .

La formulación anterior es muy simple y fácilmente aplicable, siempre que se disponga de suficiente legitimación y poder político, como el que tuvieron inicialmente y por razones distintas los primeros gobiernos dictatoriales y los de Margaret Thatcher o Ronald Reagan y ya más tarde todos los que siguieron su estela neoliberal.

E igualmente fueron inmediatas y fácilmente previsibles sus consecuencias sobre el conjunto de la economía y el bienestar social .

Una de ellas tiene que ver con la distribución de la renta: cuando se elevan los tipos de interés los poseedores de dinero (y sobre todo los bancos) reciben más renta y cuando se controlan los salarios es el excedente empresarial el que aumenta.

Por tanto, al dar preeminencia de esta forma a la lucha contra la inflación lo que se hacía no era sino aumentar las ganancias de los más poderosos y privilegiados.

Otra consecuencia afectaría al volumen general de actividad económica y al empleo.

Cuando los tipos de interés se elevan, se encarece el acceso al crédito.

Los bancos y los ahorradores ganarán más pero los empresarios que necesitan dinero ajeno para financiar sus empresas, para mantener el empleo y la inversión, tendrán que soportar costes financieros más elevados y eso les llevará en muchos casos a disminuir su actividad. Además, los consumidores que ven cómo sus rentas salariales pierden poder adquisitivo y que se encarecen los posibles créditos al consumo que pudieran tener a su disposición, reducen sus compras de bienes y servicios.

Es posible que entonces, cuando disminuyan las ventas, que los precios bajen o, al menos, que se frene su subida pero habrá sido a costa de una menor actividad económica y, sobre todo, de menor empleo.

Pero aquí surge entonces la paradoja de Kalecki: cuando el desempleo es elevado y mayor el riesgo de que los trabajadores que se enfrentan a la patronal pierdan su trabajo, es mucho más fácil que las empresas venzan a los trabajadores a la hora de negociar las condiciones laborales y salariales y, en suma, que puedan aumentar los beneficios a su costa.

Así que tales políticas fueron las que, generando desempleo, crearon las condiciones para que se modificaran las condiciones en que se desenvolvían las relaciones laborales hasta entonces. En lugar de tratar de crear actividad y empleo, como decían los responsables políticos en sus declaraciones retóricas, buscaban todo lo contrario.

Así lo han reconocido no solo los economistas teóricos sino incluso los propios gobernantes, como el español Carlos Solchaga, que fue Ministro de Economía y Hacienda en los años noventa: "El conjunto de actitudes que hacen del paro un tema prácticamente intratable en España -y de muy difícil trato en Europa-, sin embargo, no es el resultado de un capricho del azar o de una trágica resignación ante un destino inexorable, sino el resultado de un cálculo -no siempre consciente por parte de todos los implicados- que demuestra que la reducción del desempleo, lejos de ser una estrategia de la que todos saldrían beneficiados, es una decisión que si se llevara a efecto podría acarrear perjuicios a muchos grupos de intereses y a algunos grupos de opinión pública".

Puede decirse, pues, que el efecto real de la política económica de los últimos años ha sido la producción deliberada del desempleo como medio para crear las condiciones que permitieran la implantación de un marco de relaciones laborales más favorable a las empresa y al capital.

Y eso es lo que ha dado pie a un doble fenómeno: el empobrecimiento no solo de los trabajadores desempleados, muchos de los cuales han quedado auténticamente marginados y excluidos de la vida social, sino también el de muchos de los empleados, como consecuencia de las peores condiciones en que se resuelve ahora la prestación del trabajo (8).

El empobrecimiento de los trabajadores empleados en la práctica totalidad de los países se manifiesta en la pérdida de peso de los salarios en la distribución de la renta e incluso en la disminución de los salarios reales.

Así, en el conjunto de la zona euro la participación de los salarios en el conjunto de las rentas se ha reducido un 13% desde 1980 y han alcanzado su nivel más bajo desde 1970.

En Japón, la disminución ha sido de 25% en los últimos 30 años y del 7% en Estados Unidos, según las estimaciones de la OCDE.

La Contabilidad Nacional de España indica que solo de 1996 a 2006 la participación de los salarios en el conjunto del PIB (Producto Interior Bruto, que mide el conjunto de la actividad económica en el interior) ha bajado del 50,61% al 46,4% (también su mínimo histórico), y eso que en el último año había cuatro millones de trabajadores más.

Una prueba manifiesta del desigual efecto de estas políticas neoliberales es que, según la OCDE, en el periodo 1995-2005 las empresas españolas aumentaron sus beneficios un 73%, mientras que los costes laborales en España lo hicieron un 3,7%.

La contundencia de este proceso de empobrecimiento de los salarios se manifiesta de modo aún más palpable en nuestro país, en realidad como en mucho otros, en donde no solo se ha reducido la participación de los salarios en el conjunto de las rentas sino que han perdido poder adquisitivo, pues en términos reales se han reducido en un 4% desde 1995 a 2005, según el mismo informe de la OCDE.

El otro fenómeno mencionado, la aparición de una verdadera legión de desempleados empobrecidos, es una inevitable consecuencia del incremento del paro, si bien es verdad que éste último no tiene por qué desembocar inevitablemente en situaciones de exclusión.

Efectivamente, el salario suele ser la fuente principal de ingresos de los trabajadores y de sus familias: en torno al 70% del total de las rentas de los trabajadores suelen provenir del salario en la Unión Europea y un 79% en España, mientras que el resto proviene de diferentes tipos de prestaciones sociales.

Pero el desempleo puede ir acompañado de ingresos por parte de otros miembros de la familia y, sobre todo, de subsidios públicos, provisión de bienes públicos o de redes de protección social que pueden evitar que la pérdida de trabajo aboque sin remedio en la exclusión social.

Eso significa, por tanto, que si el mercado de trabajo falla y se crea desempleo, aún se puede levantar un muro potente y bastante efectivo contra la exclusión si se dispone de recursos y políticas públicas potentes, de redes sociales y de vínculos de solidaridad o protección personal y colectiva suficientemente efectivos.

Pero en general puede decirse que el muro de contención frente a la exclusión que representan las políticas públicas y los recursos colectivos se ha debilitado en los últimos años como consecuencia de la crisis del Estado del Bienestar, de la disminución del gasto social y del predominio de las ideas liberales que tienden a negar el efecto positivo de la protección social.

En España, por ejemplo, el porcentaje del PIB que el Estado destinó al gasto social (la educación, la sanidad, las prestaciones asistenciales, la atención a la dependencia, guarderías, políticas de familia...) que es el que en mayor medida evita la exclusión social, sobre todo de quienes no tienen ingresos del trabajo, descendió del 28,7% al 25,2%.

Exclusión social en el mercado de trabajo

Pero, en cualquier caso, el fenómeno que comienza a darse con gran extensión en nuestros días y al que quiero referirme con más detalle en este texto es el que se produce en el seno mismo del mercado de trabajo y que hace que éste, en lugar de ser el mecanismo eficaz contra la exclusión social de épocas anteriores, pase a convertirse en una de sus fuentes más directas.

Este fenómeno es el que se traduce en la aparición de lo que en la literatura se suele conocer como “trabajadores pobres”, “trabajadores atípicos”, “empleo basura”, “trabajadores de baja renta” o “empleo de bajos salarios” y que en términos generales se refiere a un hecho crucial: la participación en los mercados de trabajo, el empleo, no garantiza condiciones que permitan la plena inclusión de los trabajadores en la vida social sino que contribuye, por el contrario, no solo a su empobrecimiento efectivo en términos monetarios sino, en muchas ocasiones, a su completa exclusión de las relaciones sociales cuando se produce en determinadas circunstancias coadyuvantes.

Se trata de un proceso de empobrecimiento tan profundo y extendido que algunos investigadores como Rafael Muñoz del Bustillo afirman que “cuando se estudian las estadísticas de pobreza, probablemente uno de los datos más sorprendentes es el alto volumen de trabajadores ocupados que forman parte del colectivo de población pobre”.

Siguiendo los datos que proporciona el Panel de Hogares de la Unión Europea, este autor señala que en el conjunto de la Unión el 35% de los hogares pobres correspondía a hogares en los que la persona de referencia estaba trabajando.

Un porcentaje que era superior al 50% en Portugal y por encima del 40% en los países mediterráneos ya a mitad de los años 90, cuando en Estados Unidos era del 52%.

Otros trabajos empíricos han puesto también de manifiesto en España, como en otros lugares del mundo, que “el trabajo no protege contra la pobreza, ni siquiera lo que se ha dado en llamar el trabajo a tiempo completo a lo largo de todo el año”(...) “tener un empleo de bajo salario ‘toda la vida’ no permitirá, en ocasiones, más que pertenecer en la pobreza toda la vida” (17).

Este fenómeno implica, por lo tanto, que el desempleo, a diferencia de lo que había venido sucediendo, ya no es el principal desencadenante de la pobreza y la exclusión que puede llegar a afectar a los trabajadores sino que hay que comenzar a buscar el origen de éstas en el propio mercado de trabajo, tal y como también ha sido reconocido de manera palmaria por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) cuando en uno de sus informes señalaba que “muchos hogares pobres se caracterizan por salarios bajos y empleo precario más que por una exclusión permanente del mercado de trabajo” (18).

Verdaderamente, se trata de una situación que no debería resultar extraña si se tiene en cuenta que, como apunté más arriba, prácticamente la mitad de la población laboral del planeta, 1.300 millones de trabajadores, ganan menos de 2 dólares diarios, un ingreso a todas luces insuficiente para que el empleo que los proporciona pueda llevar consigo algo más que pobreza y exclusión cuando además faltan recursos públicos de ayuda, redes de apoyo o fuentes de ingresos familiares complementarios .

Los nuevos mercados de trabajo: trabajadores pobres.

Como he mencionado antes, la aplicación de las políticas económicas neoliberales es causa y a su vez consecuencia de la aparición de un nuevo marco de relaciones económicas y también de un equilibrio de poder diferente en la sociedad.

Gracias al desempleo generalizado, a la dificultad creciente para encontrar medios de subsistencia, al endeudamiento que obliga a pensar solamente en salir adelante o al temor a perder el puesto de trabajo, se ha debilitado extraordinariamente el poder de las clases trabajadoras a la hora de negociar sus condiciones laborales.

Y gracias a ello se han podido ir imponiendo sucesivas reformas en el marco institucional y normativo orientadas a facilitar la obtención del beneficio empresarial y a seguir debilitando la capacidad de respuesta de los trabajadores.

Así, se han flexibilizado hasta límites insospechados las condiciones de contratación, hasta el punto de que hoy día las empresas pueden contratar por horas para evitar contratos indefinidos, generando una dependencia y sumisión nunca vistas en los mercados de trabajo.

En España se suscriben cada año alrededor de 17 millones de contratos temporales, lo que da una idea de la enorme rotación que se produce y de la constante incertidumbre y precariedad que lleva consigo la incorporación al empleo para millones de trabajadores.

Gracias a la desaparición de las barreras económicas, políticas y tecnológicas al comercio y a las condiciones establecidas por los grandes organismos internacionales, se ha permitido que las empresas se deslocalicen constantemente, yéndose allí donde encuentran mejores condiciones fiscales y, sobre todo, salarios más bajos, de modo que se ha generado en todo el planeta una especie de carrera a la baja que no puede llevar tras de sí sino empobrecimiento, por un lado, y beneficios empresariales nunca alcanzados, por otro.

Aunque puedan parecer datos anecdóticos no está de más tener en cuenta, por ejemplo, que un trabajador de una fábrica china proveedora de Nike tendría que trabajar 4.500 años con su sueldo actual para ganar tanto como ganó en 2006 el director de la multinacional, Mark Parker.

O que un par de zapatillas Adidas fabricadas en China viene a costar en nuestras tiendas el sueldo mensual del trabajador que las ha confeccionado, la mayoría de las veces mujeres inmigrantes que duermen hacinadas en la misma habitación y a las que, como pasa en muchas maquilas, les proporcionan una especie de pañales para que ni siquiera pierdan tiempo en ir al servicio mientras las fabrican.

Paralelamente, y como efecto también del empobrecimiento de los países de las periferias, se ha abierto la espita de la inmigración creándose así un auténtico ejército de reserva laboral que ha coadyuvado a reducir los salarios en los mercados y a desarrollar un amplio sector servicios de baja productividad basado en la mano de obra barata.

Por otro lado, la generalización estratégicamente programada de valores contrarios a todo lo colectivo, la creación de infraestructuras sociales que dificultan el encuentro y producen soledad y aislamiento, la multiplicación de la incertidumbre y el riesgo, y el fomento del individualismo han consagrado el ensimismamiento y los comportamientos que aíslan a unos seres de los otros lo cual, entre otras cosas, ha debilitado a las organizaciones de defensa de los trabajadores que han de enfrentarse cada vez más solos al creciente poder de la patronal.

Un fenómeno a su vez alimentado por la conversión de los sindicatos en auténticas oficinas de intereses o, en el mejor de los casos, de prestación de servicios y muy burocratizadas.

Y finalmente, incluso se ha procedido a modificar continuamente los propios registros estadísticos referidos al mercado de trabajo para ocultar la verdadera naturaleza del empleo de nuestra época.

Así, en las encuestas oficiales en Europa se considera hoy día que un empleado es la persona que en la semana anterior a su realización prestó algún tipo de servicio laboral al menos durante una hora y a cambio no solo de un salario monetario sino de un simple pago en especie.

Es decir, que si encargamos a una persona mayor de 16 años que lave nuestro automóvil a cambio de una entrada de cine y tarda más de una hora en hacerlo se considera que hemos creado un nuevo puesto de trabajo, que servirá para que las encuestas establezcan que las tasas de paro actuales son las más bajas de los últimos decenios.

La consecuencia de todo ello es la aparición de una auténtica legión de trabajadores pobres, de empleo precario, temporal o de bajísimo salario, que muy difícilmente pueden hacer frente a la satisfacción de sus necesidades más elementales y que además han de mantenerse constantemente temerosos de perderlo.

Según las estadísticas de la Agencia Tributaria, en España había 10,7 millones de trabajadores en 2006 ganando menos de dos veces el salario mínimo interprofesional, es decir, unos mil euros.

Son los llamados “mileuristas” que suponen el 56,42% de la clase trabajadora de nuestro país. Y por debajo de ellos todavía había otros 5,46 millones de trabajadores (28,63% del total) que recibían una retribución menor al salario mínimo.

Si a ellos se le añaden 7 millones de pensionistas que reciben menos de los mil euros y 1,4 millones de parados con subsidio inferior a esa cantidad, resultará que en nuestro país hay prácticamente 19 millones de personas, entre las que se pueden considerar que tienen ingresos vinculadas directa o indirectamente con el mercado laboral, con ingresos menores a mil euros mensuales.

Y en cualquier caso, hay que tener en cuenta además que dentro de esos grupos la situación es bastante peor cuando se trata de inmigrantes (que pueden llegar a tener salarios medios un 40% más bajos, mujeres (un 30% ) o jóvenes.

La situación de estos últimos es especialmente precaria. Un estudio reciente de la Agencia Nacional de Evaluación de Calidad y Acreditación (Aneca) estima que su salario medio es de 1.414 euros mensuales después de cinco años de trabajo y que el 45% de sus contratos es temporal.

Y otro informe de Caixa de Catalunya señala que alrededor del 40% de los que tienen entre 26 y 35 años viven todavía con sus padres, calculando que si tuvieran que afrontar gastos de compra de vivienda o alquiler la tasa de pobreza en ese margen de edad sería del 57%.

Y si tuvieran la osadía de formar una pareja y tener un hijo en un hogar en donde uno solo de los miembros tuviese ingresos, dicha tasa subiría al 81%. Parece claro, por tanto, que las políticas de apoyo a la familia deberían empezar combatiendo las políticas neoliberales que generan unas condiciones como estas que impiden que se llegue a formar la familia.

Una parte principal de los trabajadores empobrecidos en el mercado de trabajo español lo constituyen los que perciben un salario reducido.

Son los llamados “trabajadores de baja remuneración”, que se reconocen como tales cuando perciben menos de los dos tercios del ingreso mediano correspondiente al conjunto de todos los trabajadores.

Obviamente, estos no son todos los trabajadores pobres porque pueden disfrutar de otros ingresos, ni tampoco son los excluidos porque además pueden disponer de otros recursos de inclusión.

Incluso cuando se trata de obtener su perfil estadístico se suelen dejar fuera a los que, estando por debajo de dicho nivel de ingresos, han trabajado menos de cuatro meses al año o a los que pasan la mayor parte desempleados.

Como señala Javier Ramos-Díaz, el problema de trabajadores que trabajen menos de cuatro meses no sería de baja remuneración sino “más bien de desempleo o inactividad”.

Este autor ha analizado el perfil de estos trabajadores y de él se pueden deducir que en España el trabajo de baja remuneración se da principalmente.

- entre los jóvenes: el 40,3% de los trabajadores de baja remuneración españoles tienen entre 15 y 30 años, el 39,93% entre 31 y 47 y el 20,92% entre 46 y 65 años.

- entre las mujeres, que no solo tienen una mayor probabilidad que los hombres de tener este tipo de empleo sino también de permanecer más tiempo en él. Así, aunque las mujeres solo representan el 38,92% del total de la fuerza laboral son el 52,15 del conjunto de trabajadores de baja remuneración.

- entre los que solo disponen de estudios elementales: el 63,94% de estos trabajadores tienen solo estudios elementales, el 18,94% medios y el 17,12% superiores.

- entre los que trabajan en pequeñas empresas: el 75,24% se encuentra en empresas de menos de veinte empleados y el 53,1% en las que disponen de uno a cuatro.

- entre los que trabajan en el sector privado, en donde se encuentra el 95,21% de los trabajadores de baja remuneración.

Finalmente, es importante considerar que uno de cada cinco de estos trabajadores (21,15%) vive en hogares que disponen de ingresos que están por debajo del umbral de pobreza, que el 23,44% de los hogares españoles tendrían en su seno algún trabajador de baja remuneración, un 6,22% de los hogares tendría a todos sus miembros en esta última situación y que el 13,14% serían hogares unipersonales con baja remuneración.



¿Dónde lleva el continuo empobrecimiento de los trabajadores? Es inevitable?.

Para finalizar esta breve exposición de los orígenes y principales manifestaciones del empobrecimiento del empleo y de los trabajadores conviene preguntarse sobre sus efectos sobre la economía y el bienestar humano.

En mi opinión, antes que nada se trata de un proceso que conlleva sufrimiento, frustración y daños personales de todo tipo.

Los seres humanos hemos de recurrir a la prestación de servicios laborales a terceros para satisfacer las necesidades propias y del conjunto de la sociedad, y de las relaciones que establecemos a partir de ahí nacen en gran medida las redes que nos permiten no solo sobrevivir materialmente sino enriquecernos moralmente.

Por eso, la explotación en el trabajo, la inseguridad extrema, el riesgo inherente a una vida en continua expectativa, las condiciones peligrosas o deleznables impuestas cuando los empleadores pueden desobedecer tranquilamente las normas laborales crean seres humanos insatisfechos, rotos, incapaces de responder a otras inquietudes que no sean las destinadas a procurarse, sea como sea, su propia supervivencia.

La explotación laboral generalizada, legalizada y reconocida como natural en nuestra época, por muy sutiles que sean los términos en que se produzca en virtud de las leyes del mercado, es la negación misma del progreso del que tan a menudo se ufana nuestra civilización, la ilegítima creación en vida de un infierno cruel y debería ser hoy día combatida con toda radicalidad.

Las condiciones laborales en que hoy día trabajan miles de millones de personas en el planeta son verdaderamente infaustas y criminales. La esclavitud ha renacido en nuestro mundo porque esclavo es el ser humano que ha de trabajar sin descanso, desarraigado, sin retribución suficiente, hacinado, desde los primeros días de su infancia o, como sin ir más lejos le sucede a los tres trabajadores de media que cada día mueren en España en accidentes laborales, expuestos a dejar su vida mientras trabajan para otros y en aras de su beneficio.

Y todo ello mientras que las grandes empresas consiguen ganancias nunca registradas y sus directivos cobran sueldos jamás alcanzados, hasta el punto de que organismos tan conservadores como los de la Unión Europea advierten que hasta pueden suponer un riesgo para la actividad económica o que el actual reparto entre salarios y beneficios en Europa es “injusto e insostenible”.

Como he señalado, los enfoques teóricos liberales tratan de justificar la continua restricción salarial que está en el origen del empobrecimiento de los trabajadores, afirmando que solo de esa manera se puede combatir la inflación y que, además, es la única forma de aumentar el empleo.

La realidad, sin embargo, muestra más bien lo contrario. Las políticas neoliberales no contienen por sí mismas las subidas de precios porque estas se producen en gran medida como resultado del poder desigual de los sujetos económicos en las relaciones de intercambio.

Se producen alzas de precios cuando las empresa pueden violar las leyes de la competencia, lo que tiende a ocurrir constantemente porque de esa forma encuentran condiciones más favorables para obtener beneficios extraordinarios.

Y los datos muestran igualmente que la consecución de altos beneficios no lleva consigo más empleo, sino al contrario, que el desempleo es lo que ha creado las condiciones para que se consigan.

El caso en nuestro país del Banco de Santander, actualmente uno de los más rentables del mundo, resulta bien expresivo: de 1999 a 2006 obtuvo 26.000 millones de euros de beneficios y, sin embargo, redujo su plantilla en 12.000 empleos.

Los economistas liberales tienden a considerar que los salarios son solamente un coste y así justifican su contención para mantener las ganancias que consideran fundamentales para que la economía mantenga su ritmo de crecimiento.

Pero, con independencia de que olvidan que puede haber otros incentivos o mecanismos para hacer que las economías funcionen incluso a mejor ritmo, de esta forma soslayan que también, y sobre todo, son un componente de la demanda que es necesaria para que haya ventas y, al mismo tiempo, un determinante fundamental de la productividad, que es un requisito básico para el desarrollo tecnológico.

De modo que la tónica de general empobrecimiento solo puede traer consigo, como de hecho está sucediendo en el conjunto de las economías, menores ritmos de crecimiento, menos producción e incluso, a la larga, menos beneficios para las propias empresas que se enfrentan ante mercados constreñidos por la carencia de ingresos para el consumo.

Lo cual, a su vez es lo que está provocando el endeudamiento exacerbado que tanto coadyuva a que se produzcan las recurrentes crisis financieras de nuestra época.

En consecuencia, valdría la pena modificar esta dinámica perversa en la que se vienen desenvolviendo las relaciones laborales solo por puras razones de sostenibilidad de los mercados.

Aunque desde luego no solo por eso. El empobrecimiento de los trabajadores, por no hablar de los que ni siquiera están empleados en alguna actividad laboral, pone sobre el tapete la necesidad de concebir y organizar las relaciones económicas de otra forma y la obligación moral de no renunciar a pensar que los seres humanos podemos seguir siéndolo y hacer frente a la necesidad a partir de incentivos y principios distintos al afán de lucro.

Porque nos quieren hacer creer este afán resulta consustancial a nuestra condición humana cuando en realidad es la primea causa de nuestra deshumanización.

Fuente: Juan Torres López.

Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla.

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