Articulo de Gerardo Pisarello y Jaume Asens.
Publicado en el Diario Publico.
A tres años de la crisis, son ya cientos de miles los indignados que en diferentes ciudades europeas impugnan el ataque a los derechos sociales básicos de la población.
Frente a ello, cada nuevo recorte en educación o en sanidad, cada nueva contrarreforma laboral, cada propuesta de incremento de la edad de jubilación es presentado como un requisito ineluctable para honrar las deudas, obtener más fondos y salvar el euro.
La circularidad del proceso aboca a un túnel sin salida. ¿Hasta dónde habrá que recortar, privatizar o desregular para saciar a los acreedores?
¿Y para pagar exactamente las deudas de quién?
La deutocracia, en realidad, es eso: el gobierno de los acreedores. Un puñado de tenedores de deuda capaz de imponer su voluntad sobre la de millones de personas.
La categoría ha dado título a un sugerente documental realizado, no por casualidad, por periodistas griegos: Leonidas Vatikiotis, Knaterina Kitidi y Ari Hatzistefanou. Su trabajo reúne varias virtudes.
De entrada, muestra cómo el crecimiento de la deuda pública obedece a los subsidios y privilegios otorgados a sectores económicos muy minoritarios. O como en el caso español, al rescate de una deuda privada generada sobre todo por un grupo irresponsable de entidades financieras.
Estas políticas no han sido gestadas por quienes padecen los recortes. Han sido acordadas por gobiernos colonizados por unos poderes salvajes que no dudan, llegado el caso, en especular contra ellos.
Y que cuentan como aliados con todo tipo de intermediarios: agencias de rating, bancos centrales, órganos de regulación que no regulan.
Las preguntas son obligadas:
¿Qué hacer?.
¿Cómo evitar que la ya deteriorada democracia no acabe devorada por la insaciable deutocracia?.
Lo primero, como se desprende del documental griego, es detener el perverso chantaje que pide más ajustes, más rescates y nuevos recortes.
Y para eso hace falta remover la opacidad con la que funciona este mecanismo. Dejar claro el origen, la composición y las condiciones de reproducción de la deuda. Deslindar la pública de la privada.
Y rechazar aquellos pagos cuya legitimidad no pueda probarse. La propuesta de no pagar la deuda ilegítima no es nueva. Ocupó un papel central en países que experimentaron colapsos financieros similares a los de la eurozona como Ecuador o Argentina.
En ellos, la sociedad civil, los movimientos sociales, presionaron para que la deuda de sus países –o al menos una parte de ella– fuera considerada “odiosa”. Esta última noción fue desarrollada por un jurista ruso, Alexander Sack, en 1920.
Exministro zarista y nada sospechoso de radicalismo, Sack entendía que una deuda podía considerarse odiosa o ilegítima cuando:
a) se había gestado sin conocimiento ni aprobación del pueblo;
b) se gastaba en actividades que no redundaban en beneficio del pueblo;
c) el prestamista era consciente de esta situación.
No hace falta ser un avezado fiscal para advertir que buena parte de la deuda europea responde a esta caracterización.
Al menos en el caso español, sería impensable sin las ingentes ayudas otorgadas a la banca, a los promotores inmobiliarios y a grandes constructores.
Este proceso ha tenido lugar casi sin debate. Sin que la responsabilidad de estos grupos en la crisis haya sido debidamente esclarecida y sin beneficio alguno para la mayoría de la población.
El crecimiento de la deuda pública no ha servido para proteger a las familias con hipotecas fraudulentas e impagables. Tampoco para redirigir el crédito hacia emprendimientos social y ambientalmente sostenibles.
Y menos para reforzar unos servicios públicos infradotados en relación con la media europea. Todo lo contrario. Los rescates han tenido lugar sin mayores contraprestaciones. Y sus beneficiarios no han dudado en utilizarlo para engrosar sus ingresos o para especular contra los propios poderes públicos.
Ni los grandes inversores, ni las agencias de rating, ni la Unión Europea, ni los supuestos órganos de control interno, como el Banco de España, han sido ajenos a este proceso.
Es más, mientras más ha crecido la deuda pública, mayores han sido los intereses exigidos por sus compradores y más dura la exigencia de recortes sociales y laborales.
Nada de esto es inevitable. En Islandia, la población ha logrado imponer un referéndum para no pagar la deuda generada por unas pocas entidades financieras. Y ha conseguido sentar en el banquillo a algunos banqueros y políticos.
En España, Grecia, Portugal e Italia, se han iniciado acciones penales contra las agencias de rating por exagerar la mala situación financiera de ciertos países con fines especulativos.
Los movimientos sociales y sindicales griegos han ido más allá y han impulsado, con juristas y economistas, un comité de auditoría de la deuda.
Este comité se inspira en una experiencia similar que tuvo lugar en Ecuador en 2005. Su objetivo es determinar qué deudas deben pagarse y cómo, y cuáles no. ATTAC y otras organizaciones sociales están proponiendo que estos comités se expandan por toda Europa.
Rechazar la deuda ilegítima y escalonar el pago del resto es fundamental para frenar el colapso social que se avecina. Porque lo que está en juego no es sólo la supervivencia de algunos derechos sociales básicos.
Es la disputa entre democracia y deutocracia, entre democracia y oligarquía. O, como dicen los indignados, entre la libertad real, para todos, o la servidumbre indefinida a manos de un puñado de poderes financieros y económicos y de sus intermediarios políticos.
Gerardo Pisarello, Jaume Asens.
Juristas y miembros del Observatorio del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona.
Publicado en el Diario Publico.
A tres años de la crisis, son ya cientos de miles los indignados que en diferentes ciudades europeas impugnan el ataque a los derechos sociales básicos de la población.
Frente a ello, cada nuevo recorte en educación o en sanidad, cada nueva contrarreforma laboral, cada propuesta de incremento de la edad de jubilación es presentado como un requisito ineluctable para honrar las deudas, obtener más fondos y salvar el euro.
La circularidad del proceso aboca a un túnel sin salida. ¿Hasta dónde habrá que recortar, privatizar o desregular para saciar a los acreedores?
¿Y para pagar exactamente las deudas de quién?
La deutocracia, en realidad, es eso: el gobierno de los acreedores. Un puñado de tenedores de deuda capaz de imponer su voluntad sobre la de millones de personas.
La categoría ha dado título a un sugerente documental realizado, no por casualidad, por periodistas griegos: Leonidas Vatikiotis, Knaterina Kitidi y Ari Hatzistefanou. Su trabajo reúne varias virtudes.
De entrada, muestra cómo el crecimiento de la deuda pública obedece a los subsidios y privilegios otorgados a sectores económicos muy minoritarios. O como en el caso español, al rescate de una deuda privada generada sobre todo por un grupo irresponsable de entidades financieras.
Estas políticas no han sido gestadas por quienes padecen los recortes. Han sido acordadas por gobiernos colonizados por unos poderes salvajes que no dudan, llegado el caso, en especular contra ellos.
Y que cuentan como aliados con todo tipo de intermediarios: agencias de rating, bancos centrales, órganos de regulación que no regulan.
Las preguntas son obligadas:
¿Qué hacer?.
¿Cómo evitar que la ya deteriorada democracia no acabe devorada por la insaciable deutocracia?.
Lo primero, como se desprende del documental griego, es detener el perverso chantaje que pide más ajustes, más rescates y nuevos recortes.
Y para eso hace falta remover la opacidad con la que funciona este mecanismo. Dejar claro el origen, la composición y las condiciones de reproducción de la deuda. Deslindar la pública de la privada.
Y rechazar aquellos pagos cuya legitimidad no pueda probarse. La propuesta de no pagar la deuda ilegítima no es nueva. Ocupó un papel central en países que experimentaron colapsos financieros similares a los de la eurozona como Ecuador o Argentina.
En ellos, la sociedad civil, los movimientos sociales, presionaron para que la deuda de sus países –o al menos una parte de ella– fuera considerada “odiosa”. Esta última noción fue desarrollada por un jurista ruso, Alexander Sack, en 1920.
Exministro zarista y nada sospechoso de radicalismo, Sack entendía que una deuda podía considerarse odiosa o ilegítima cuando:
a) se había gestado sin conocimiento ni aprobación del pueblo;
b) se gastaba en actividades que no redundaban en beneficio del pueblo;
c) el prestamista era consciente de esta situación.
No hace falta ser un avezado fiscal para advertir que buena parte de la deuda europea responde a esta caracterización.
Al menos en el caso español, sería impensable sin las ingentes ayudas otorgadas a la banca, a los promotores inmobiliarios y a grandes constructores.
Este proceso ha tenido lugar casi sin debate. Sin que la responsabilidad de estos grupos en la crisis haya sido debidamente esclarecida y sin beneficio alguno para la mayoría de la población.
El crecimiento de la deuda pública no ha servido para proteger a las familias con hipotecas fraudulentas e impagables. Tampoco para redirigir el crédito hacia emprendimientos social y ambientalmente sostenibles.
Y menos para reforzar unos servicios públicos infradotados en relación con la media europea. Todo lo contrario. Los rescates han tenido lugar sin mayores contraprestaciones. Y sus beneficiarios no han dudado en utilizarlo para engrosar sus ingresos o para especular contra los propios poderes públicos.
Ni los grandes inversores, ni las agencias de rating, ni la Unión Europea, ni los supuestos órganos de control interno, como el Banco de España, han sido ajenos a este proceso.
Es más, mientras más ha crecido la deuda pública, mayores han sido los intereses exigidos por sus compradores y más dura la exigencia de recortes sociales y laborales.
Nada de esto es inevitable. En Islandia, la población ha logrado imponer un referéndum para no pagar la deuda generada por unas pocas entidades financieras. Y ha conseguido sentar en el banquillo a algunos banqueros y políticos.
En España, Grecia, Portugal e Italia, se han iniciado acciones penales contra las agencias de rating por exagerar la mala situación financiera de ciertos países con fines especulativos.
Los movimientos sociales y sindicales griegos han ido más allá y han impulsado, con juristas y economistas, un comité de auditoría de la deuda.
Este comité se inspira en una experiencia similar que tuvo lugar en Ecuador en 2005. Su objetivo es determinar qué deudas deben pagarse y cómo, y cuáles no. ATTAC y otras organizaciones sociales están proponiendo que estos comités se expandan por toda Europa.
Rechazar la deuda ilegítima y escalonar el pago del resto es fundamental para frenar el colapso social que se avecina. Porque lo que está en juego no es sólo la supervivencia de algunos derechos sociales básicos.
Es la disputa entre democracia y deutocracia, entre democracia y oligarquía. O, como dicen los indignados, entre la libertad real, para todos, o la servidumbre indefinida a manos de un puñado de poderes financieros y económicos y de sus intermediarios políticos.
Gerardo Pisarello, Jaume Asens.
Juristas y miembros del Observatorio del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona.
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